Tierra
de nadie
(Argumento de Luis García Berlanga)
Revista “Acento Cultural”, nº 3, enero de 1959
Páginas 87 y 88
Texto íntegro transcrito por Ernesto
J. Pastor
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Instagram: Cinepastor
ernesto@cinepastor.es
AQUELLA ciudad estaba situada entre el País de
la Derecha y el de la Izquierda. A lo largo de su historia había pertenecido,
alternativamente a los dos países. Por eso estaba preparada para cualquier
cambio súbito. En la mano alzada de la figura mitológica que adornaba en bronce
el centro de la plaza, existía una rosca a la que se acoplaba fácilmente el
hacha o la antorcha, símbolos de la derecha o de la izquierda. Los rótulos de
las calles, giraban sobre un pivote transformando en un segundo un general de
derechas en un entomólogo de izquierdas. Los cuadros del Mariscal Pilsen
llevaban, en su parte trasera, la imagen del Presidente Moritz. Todo estaba
preparado para esos cambios que con tanta frecuencia se daban y que
transformaban a Berlinga –así se llamaba aquella ciudad- en una inmensa hacha o
en un funeral de antorchas.
DORMITANDO debajo de un hacha –estamos
bajo el dominio de Pilsen-, que sustituye a la habitual campana, el jefe de
estación de Berlinga cree en un sueño fantástico al aparecer en direcciones
contrarias dos trenes solemnemente engalanados. Corre hacia las señales para
evitar el choque, pero su esfuerzo es inútil. Pocos metros antes de juntarse,
las máquinas frenan y los dos trenes quedan enfrentados junto al andén de Berlinga.
Son dos trenes lujosos, blindados y oficiales. El Mariscal Pilsen y el
Presidente Moritz bajan de sus vagones respectivos, desfilan ante sus compañías
de honor, se dan la mano y más tarde se prometen paz eterna y trazan una nueva
frontera. A partir de este histórico momento, Berlinga
ya no será
totalmente de las derechas o de las izquierdas, porque a partir de este
histórico momento la frontera entre las dos grandes potencias pasará justamente
por en medio del pueblo dejando a cada habitante convertido en derecho o
izquierdo según esté situada su casa. Y así, apenas firmado el tratado, dos
especialistas, llevados de una minuciosidad geográfico-política llevada al
milímetro, empiezan a señalar con cal blanca, como en los campos de fútbol, la
línea que desde hoy será la frontera.
EN la estación dos viajeros de la sala
de espera de tercera serán izquierdistas por fuerza y los de la primera,
derechistas; en la escuela quedan a la derecha los bancos de los niños tontos;
en el paseo la parte por donde circulan los muchachos, se la apropia el
Mariscal Pilsen, mientras los muchachos han de colocar su mano derecha a la
altura del hombro izquierdo cada vez que pasan ante una antorcha. La iglesia
queda a la izquierda, el campo de fútbol en la derecha, el prostíbulo –por
suerte- queda dividido en dos con habitaciones a ambos lados. En una casa
penetra la raya y deja en un sector el comedor y en otro la cocina, en un
dormitorio llega a dividir la cama de matrimonio en dos y hasta en el cuarto de
baño el grifo de agua caliente es izquierdista y el de fría derechista.
LA línea fronteriza terminada, regresan
los que la trazaron a la estación y los jefes de los dos Estados se prometen
paz eterna, se dan las manos, se ponen mutuamente condecoraciones, revisan de
nuevo las fuerzas, suben a sus trenes respectivos y cada uno retorna al
interior de su país.
EL adormilado jefe de estación de
Berlinga se cree todavía en un hermoso sueño mientras ve alejarse a los trenes.
¿Será verdad que con este nuevo tratado, en esta nueva frontera, la paz va a
ser más duradera? Los trenes son ya dos puntos en la lejanía cuando el jefe
tiene ya la respuesta: ambos trenes descubren súbitamente unos cañones
escondidos y empiezan a bombardearse mutuamente. La guerra ha estallado.
Y los dos países son tan fuertes que
ninguno logra avanzar un paso, Berlinga queda, pues, en esa hermosa tierra que
no es de nadie, desde la que es casi espectáculo contemplar lo que la guerra
tiene de pirotecnia.
PERO aún en tierra de nadie, la verdad
es que los habitantes de Berlinga pertenecen a dos países en guerra. Los de la
izquierda pasan hambre porque la carnicería ha quedado a la derecha, y éstos, a
su vez, carecen de carbón y otras materias primas. La calle Mayor, recorrida en
todo su largo por una alambrada, contempla cómo de acera a acera miradas
nostálgicas se dirigen hacia tiendas, despachos o ventanas. Ventanas, sí,
porque aquella que mira tan apasionadamente Juan, desde la izquierda,
corresponde a la habitación de Elena, en la derecha. Y es que hasta los
enamorados han sido separados por ese tratado, y más aún por esta guerra.
UN día, cada país obliga a sus súbditos
a evacuar Berlinga. La ciudad ha de quedar abandonada, pues se le supone
escenario de próximas batallas. Un éxodo dramático se inicia. Familias
divididas por la dichosa frontera han de separarse ahora en direcciones
distintas y enemigas, quizá para siempre. En toda clase de vehículos, incluidos
los funerarios, los cochecitos de niños, la población de Berlinga abandona
entre lágrimas sus hogares. Berlinga se queda sola, extrañamente silenciosa; su
estatua mitológica, con la mano desnuda; sus calles, sin rótulos, como una
ciudad fantasma que no pertenece a nadie. El silencio, absoluto, ha invadido
las calles.
PERO el silencio no puede ser eterno. Y
primero es un ladrido lejano, luego una puerta que chirría, más tarde el viento
moviendo unas ramas y, por último, unos pasos leves, ligeros, pero clarísimos.
Como clarísima es la presencia de doña Hortensia, primera dama de Berlinga y
especialista en cotilleos. Doña Hortensia se ha quedado simplemente por
curiosidad, pero poco a poco descubrimos que otras personas han preferido la
peligrosa soledad de Berlinga a la aparente seguridad de tierras y paisajes
desconocidos. Juan y Elena se han quedado por amor; derriban la alambrada que
separaba la calle y sus corazones pueden, por fin, fundirse en un abrazo
apasionado. Marcelino, el barrendero, se ha quedado por vocación a su trabajo;
aparece ahora limpiando lentamente la calle, mientras por encima de él pasan
los obuses. Desde una ventana, un niño contempla la labor de Marcelino; es Luisito, un niño. Se escapó de su familia durante el éxodo
porque no quería dejar solo a su perro “Tom”, y ahora
se alegra de tener a “Tom” y de disponer, además, de
tan vasto terreno de juego, nada menos que toda una ciudad vacía.
Y se ha quedado también don Federico, un
terrateniente maduro, víctima de una enfermedad incurable, y su amiga Teresa, exbailarina, dispuestos los dos a apurar hasta donde puedan
lo que queda en ellos de vitalidad y amor a la vida.
Y por último, se ha quedado don Enrique,
el jefe de estación; no le quedaba otro remedio porque alguien tenía que dar
entrada y salida a los numerosos trenes blindados que circulaban entre las dos
líneas y que, sin la eficaz labor de don Enrique, hubiesen chocado entre sí,
inutilizándose para su labor mortífera.
TODA esta gente va poco a poco
organizándose. Por el momento no sufren ataques de nadie. La guerra pasa por
encima de ellos sin tocarlos.
SIN embargo, ninguno de ellos tenía
experiencia de una situación semejante; esto hace que, cuando empiezan a
escasear los víveres, se les inicien ciertas dificultades en su cotidiana
felicidad. Cuando la situación empieza a ponerse verdaderamente difícil,
aparece un extraño personaje, una especie de vagabundo, llamado José. Este
hombre es viejo, lleno de sabiduría y de bondad hacia las cosas.
ES un veterano contemplador de guerras y
conoce las armas por el sonido o por el color de la trayectoria de sus
proyectiles. José organiza pronto y bien aquella feliz, pero desvalida tribu;
casa a Juan y Elena en la soledad de la iglesia, y en la soledad del
restaurante se celebra el banquete de boda: entierra a doña Hortensia cuando la
dama, luego de revisar hasta el último armario de Berlinga, encuentra
satisfecha su curiosidad y decide morirse; les comunica esperanza y alegría de
vivir a don Francisco y Teresa, quien de vez en vez baila para ellos, mientras
don Enrique y Marcelino juegan a las damas y Luisito
es feliz con este José, que está siempre en alerta de invención y juego.
PARA ellos resulta hasta divertido ver
cómo patrullas de uno y otro bando pasan, a veces ante sus narices, y hasta hay
veces que, como en un divertido juego de escondites, un hábil abrir y cerrar
puertas evita el mutuo susto y las consiguientes bajas que representaría un
encuentro entre dos avanzadillas enemigas.
EN verano, por las noches, se tumban en
la hierba y contemplan ese hermosísimo cielo, que es el cielo de guerra, y
hasta aplauden entusiasmados cada vez que una trazadora dibuja una parábola
perfecta.
PERO las guerras también acaban, y un
día se ven sorprendidos por un silencio total; los cañonazos, los aviones, todo
ha cesado de oírse. Sí, la guerra ha terminado y también la paz, la paz de
ellos.
BERLINGA se ve de nuevo invadida por sus
habitantes, pero también por los dos ejércitos. Luego de tres años de guerra,
la frontera se vuelve a su trazado inicial: la larga calle Mayor de Berlinga.
JOSE desaparece; los demás
supervivientes de la tierra de nadie son considerados héroes o traidores, según
que las izquierdas o las derechas los juzguen, y así, en una madrugada, junto
al cementerio, son condecorados por las fuerzas enemigas y fusilados por los
propios.
PERO Juan y Elena, don Enrique,
Marcelino y Luisito, don Federico y Teresa, no se
encuentran solos después de muertos. Allí cerca les espera José para llevarlos
a otra tierra de nadie donde vuelven a ser felices, porque siempre habrá espacio
entre los odios.
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Indicar que
en “Cuadernos de Arte y Pensamiento” nº 2 de enero de
1960 se publicaba un texto de igual título “Tierra de nadie” según argumento de
Luis García Berlanga y guión de Luis García Berlanga y Rafael Azcona. En este
caso se trata de las primeras secuencias de un guión escrito en dos columnas
(descripción a la izquierda y audio a la derecha) y que se ubica durante la
guerra civil española (claro precedente de “La vaquilla” que rodaría muchos
años después)
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