Periódico “El Mundo”
Columna de Francisco Umbral “Los
placeres y los días”
6 de septiembre de 2002
Chica
pobre, pobre chica
Hace muchos años que murió Marilyn Monroe y ahora se la ha recordado con especial vivacidad, como en un renuevo de su fragancia, de su sonrisa y de su inocencia. Por unos caminos o por otros, MM llegó a ser la imagen de una América sonriente, abundante, deliciosamente mal vestida de millonaria cuando seguía siendo, si no una chica pobre, al menos una pobre chica.
Marilyn llegó adonde llegó por una fabulosa coincidencia de su persona con su país. Ella encarnaba en carne rosa y sin saberlo todos aquellos ideales kennedyanos: paz en Vietnam, democracia para todos, supermercados sonrientes de sandías abiertas y un destape universal, aquel destape adolescente de los 60 que tenía más encanto que las bragas de Inés Sastre. América estaba perdiendo la guerra de Vietnam y no hay nada que purifique tanto al pueblo y los políticos como perder una guerra. A los periodistas también nos conviene de vez en cuando. Estaba naciendo una época y una épica. Kennedy se creía Ivanhoe y Marilyn se creía la Estatua de la Libertad. La muerte del presidente y el final de la postguerra levantaron una América más libre, más democrática, más espaciosa, y la boda de Jacqueline con el griego Onassis fue como una boda de segunda mano entre Europa y Estados Unidos, que por fin comenzaron a entenderse e influirse.
Las películas de Hollywood ya no traían doble censura, la americana y la de Franco, sino sólo la de Franco, porque la tentación seguía viviendo arriba y Marilyn no era un cadáver sino una atmósfera. La verdad es que Marilyn, o sea América, se llevaba muy bien con la Guerra Fría y todo se vino abajo cuando el Papa Wojtyla, con su sacristanejo Walesa, echaron abajo el Muro en una noche. Pero hay una América que sigue siendo aquélla, la de Marilyn, el reino de lo superficial, el mercado de la abundancia, el paraíso de la autosatisfacción, mucho más recomendable que la autocompasión. El fervor feliz con que la calle ha memorado a Marilyn nos revela que ésa es la América elemental y fragante, inocente y poderosa, que va todos los días a rezar a la Bolsa de Wall Street, la América que no entiende las guerras de Bush y se niega a comprender que detrás del altísimo enigma de las Torres de niebla se va adunando una conjura mundial de banqueros y muecines, de santones y bombas humanas, que odia a Occidente, como bien ha visto Glucksman y como habíamos intuido siempre.
Hay algo desesperado y fallido en la conmemoración de las faldas de Marilyn que se lleva el viento del Metro como el viento del pueblo. Sabemos que aquella falsa inocencia se acabó para siempre y ya no basta con teñirse el pelo hasta la raíz como ella, porque un resentimiento oscuro amenaza a todas las democracias. Hay tristeza del bien ajeno, según Gracián, y frente a eso tampoco vale oponer un romanticismo country como el del vaquero del Despacho Oval. Todo esto prefigura la Tercera Guerra Mundial, mosquitos pestíferos y suicidas histéricos contra soldados tecnológicos. Por eso el culto a la chica está siendo algo casi religioso. Apelamos a su inocencia desteñida por galvanizar una América que se suicidó hace mucho tiempo, en una noche de insomnio y barbitúricos. Todavía no hemos despertado.